Artículo de Ramón Menéndez Pidal de 27 de agosto de 1931 titulado Sobre la nación española: respuesta a Rovira Virgili

Dada la actualidad del tema, vale la pena releer este artículo de don Ramón, publicado en el periódico El Sol, a los pocos meses de la proclamación de la República:

«[…] No entretendría yo al lector con estos dimes y diretes si los vivos ataques del Sr. Rovira y Virgili no fueran enseñanza y meditación. Tocan al nervio de nuestra nueva estructura nacional. ¿Qué he podido decir yo en mi anterior artículo molesto a un catalán para que así arremeta contra mí? Pues simplemente decía que Cataluña no vivió un momento sola, sino siempre unida a las regiones centrales, a Aragón, a Castilla, no sólo política, sino culturalmente. Esto es lo que molesta; con una pertinancia tan ciega como hemos visto, se trata de negar todo lazo espiritual; ésta es, en su fachosa desnudez, la verdad de las cosas.

Y ahora, ¿no ven ustedes que estoy cargado de razón cuando digo que el desamor perdura y que si su signo prevalece no es posible estructurar una España sino peor que la pasada, en que ese desamor se engendró? Si esa psicología rencorosa fuese general, si el ensimismado exclusivismo del genial Prat de la Riba fuera a seguir de moda mucho tiempo, no habría sido inclinarse y decir tristemente adiós cuanto antes a esos hermanos que reniegan la fraternidad.

Pero todos tenemos experiencias en contra y podemos afirmar que esos sentimientos, aunque dominantes entre los luchadores del régimen antiguo, no son generales, ni parecen ser los de las generaciones nuevas. Pero si por transigir de momento con el viejo desamor, por una componenda para salir del paso, tomasen las hojas de la nueva Constitución cualquier pliegue funesto, ¡qué grave deformidad vendría en el cuerpo de España! La que siempre fue una nación, se convertiría en un simple Estado; compartimentos estancos, nacioncillas aisladas, cultivadoras del hecho diferencial, empeñadas en negar obcecadamente, como vemos, los lazo ideales, para quedarse sólo con los lazos materiales que convengan. Peor que un Imperio austrohúngaro.

No nos hagamos ilusiones. Si bajo esta psicología del resentimiento, el Estado Español no tiene respecto de la región una prenda de unión espiritual en la enseñanza, la generación del desamor acabará por raer, con pertinaz trabajo de zapa, todo sentimiento de unidad espiritual; la fuerza moral de la nación, la única fuerza de los pueblos, será arruinada y la disgregación del nuevo Imperio austrohúngaro será rápida.

Pero, dentro del terreno de la cultura, no toda la culpa es de los que en la periferia roen, como carcoma, la unidad espiritual, sino de los que en el centro debieran cuidar de afirmarla.

¡Qué pobre es la literatura en este campo! Nos hacía falta, por ejemplo, un penetrante estudio sobre el concepto nacional de España, partiendo de San Isidoro o, para pedir poco y lo más importante, limitándose a la época en que, con la invasión árabe, la Península dejó de ser un Estado, hasta que volvió a serlo en el siglo XV, bajo el imperio de grandiosas ideas nacionales.

En esa Edad Media bastaría estudiar el maravilloso siglo XIII, sus literatos, sobre todo sus cronistas que, desarrollando viejísimas ideas, expresan a España como unidad operante, realizadora de una misión histórica, común a todos sus reinos. En una región propugna esta idea el obispo de Tuy; en otra, aquel gran navarro, el arzobispo Jiménez de Rada, el hombre que más inspiradamente sintió a España y más doctamente enseñó a comprenderla como un conjunto nacional; después, Alfonso el Sabio, que, al planear la Crónica General fundiendo en su relato las hazañas de León y Castilla con las de Navarra y de Aragón, dice que escribe «del fecho de España», el «fecho» en singular, el hecho unitario de una nación que, por su mal, se fraccionó en Estados varios: «et del daño que vino a ella por partir los regnes».

En ese mismo siglo XIII, la crónica de D. Jaime el Conquistador. Abrimos el libro. El rey aragonés decide ir en ayuda del rey castellano contra una inquietante rebelión de los moros de Murcia; pero los nobles catalanes y aragoneses le niegan su concurso con desabridas respuestas, continuamente reiteradas; tenían rencor de agravios pasados y no pensaban más que en afirmar sus privativos fueros, su Estatuto. Pero al fin los catalanes renuncian a su fuero y se avienen a conceder la ayuda pedida para que D. Jaime, «pueda servir a Dios y auxiliar al Rey de Castilla». No en vano habían nacido en la región que D. Jaime tenía por «la plus honrada terra d’Espanya». Y las razones supremas que el Rey proponía (después de agotadas las de carácter práctico, ineficaces) para que los irreductibles dejasen a un lado el Estatuto en que obstinadamente se parapetaban eran tres razones de orden ideal primera, por servir a Dios; segunda por salvar a España; tercera, porque él y ellos ganasen el prez y el honor de salvarlas: «que Nos e vos haiam tan bon preu e tan gran honor que per Nos e vos sia salvada Espanya». Es decir, los propone el lema «Dios, España y Prez».

Al recordar esta nítida precisión con que el Rey Conquistador percibe, en lo material y en lo ideal, todos los motivos de solidaridad hacia una patria más ancha que su particular patria, y que su reino propio, al ver cómo inculca esos motivos a sus vasallos, no sabemos abandonar las elevadas naves del alcázar historial para salir a la calle. ¡Despierta, Rey Don Jaime; habla otra vez de España a los que no piensan sino en su propio Estatuto! ¡Yergue otra vez tu frente cubierta con ese yelmo de grandes alas avezadas a los vuelos aguileños!

A los muchos catalanes que, como D. Jaime, sienten su nación catalana intimada en la española, a las generaciones nuevas que pueden leer sin torvo desamor las épicas crónicas de su tierra, me dirijo con fervorosa esperanza. ¡Salud!»

Puede verse el artículo completo en este enlace (requiere registrarse vía Login Amigos)

Todos los artículos de don Ramón relacionados con éste (Sobre la nación española) pueden verse aquí.