DIEGO CATALÁN

Nació Diego Catalán el 16 de septiembre de 1928 en el seno de una familia fuera de lo común. Su abuelo materno fue Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), uno de los intelectuales más importantes del siglo XX español y autor de una obra ingente con enorme influencia sobre el pensamiento y los métodos de trabajo de varias generaciones de historiadores y filólogos españoles.

Diego fue el único hijo de Jimena Menéndez-Pidal Goyri (1901-1990) y de Miguel Catalán Sañudo (1894-1957), físico brillante cuyos descubrimientos en el campo de la espectrografía merecieron el reconocimiento de la comunidad científica internacional. Su madre Jimena, profesora del Instituto-Escuela antes de la Guerra Civil, dedicó toda su vida a la enseñanza. En 1940 fue co-fundadora del colegio “Estudio”, centro que procuró continuar durante el franquismo la línea pedagógica iniciada por la Institución Libre de Enseñanza. En ese proyecto Jimena continuaba las prácticas pedagógicas puestas en práctica en Segovia, donde toda la familia Menéndez Pidal, con la excepción de Ramón, tuvo que permanecer hasta el final de la guerra tras haber quedado allí atrapada por el alzamiento de 1936.

Acabada la Guerra, Diego Catalán formó, con un solo compañero, la primera promoción del Colegio Estudio, donde cursó los cuatro últimos años del bachillerato y donde pudo disfrutar del magisterio directo de su padre y de su madre. Finalizada esa etapa, Diego optó por los estudios de Filología Románica en la Universidad Complutense de Madrid (1944-49). En esa opción fue determinante la influencia de su abuelo, Ramón Menéndez Pidal, con el que tuvo intenso contacto en esos años de formación. Esa vinculación en su temprana etapa formativa y en la universitaria dejó una fuerte impronta en sus intereses y es la que explica que Catalán continuara trabajando durante cerca de sesenta años en las líneas de investigación iniciadas por su abuelo: la historia de la lengua y la dialectología, la literatura de transmisión oral –la épica y el romancero- y la historiografía medieval. Heredero de ese proyecto de investigación, Diego supo continuar el legado, renovarlo críticamente y convertirlo en un modelo de los resultados que el esfuerzo continuado de una familia de científicos e intelectuales, a lo largo de más de un siglo, puede ofrecer.

“Querido abuelo: No he puesto la extensión del olivo de allí porque el mapa nuestro es del Mediterráneo, sólo ponemos que el olivo lo hay también en pocas cantidades en California, China y el sur de Arabia. Tú comes aceitunas de California pero nosotros de aquí. Estamos haciendo la ficha del olivo en literatura”

Tras terminar los estudios de Filología Románica con sólo veinte años en 1949, Diego Catalán preparó su tesis bajo la dirección de Rafael Lapesa sobre la Crónica de Alfonso XI. Una redacción amplia desconocida, que defendió en 1951 (y que obtuvo el Premio Extraordinario en 1952). De ella saldrían los libros Poema de Alfonso XI. Fuentes, dialecto, estilo (1953) y Un prosista anónimo del siglo XIV (La Gran Crónica de Alfonso XI. Hallazgo, estilo, reconstrucción) (1955). Aunque su interés por la historiografía sobre Alfonso XI surgió a partir del estudio de un romance histórico, El Prior de San Juan, la elección como tema de tesis de un texto cronístico creo que debe estimarse como prueba de la existencia en él de un interés decidido por la Historia, vocación tan poderosa al menos como la que sintió por la Filología, y, desde luego, mucho mayor que la que sintió por la Lingüística, disciplina cuyo cultivo abandonó por completo desde mediados de los años setenta. Ese interés por la Historia impregna las tres líneas de investigación fundamentales a las que dedicó su atención, antes citadas, y explica que en su persona se reúnan de forma totalmente inusual los conocimientos de un sabio historiador y los de un experto filólogo.

Mientras preparaba su tesis e inmediatamente después de defenderla, Diego Catalán inició su trayectoria docente como ayudante en la cátedra de Gramática Histórica de la Lengua Española que regentaba Rafael Lapesa en la Universidad Complutense (1949-51, 1952-54), actividad que simultaneó esos años con la de profesor del colegio Estudio. Tras presentar la tesis, pasó un curso como lector de español en la Universidad de Edimburgo (1951-52) y, dos años después, obtuvo la Cátedra de Gramática Histórica de la Universidad de La Laguna, cuya titularidad mantuvo por diez años (1954-64). Sin embargo, de esos diez cursos académicos, ya cuatro transcurrieron como profesor visitante en varias universidades extranjeras (University of California- Berkeley, 1956-57, University of Wisconsin-Madison, 1960-62, Universität Bonn 1963-64), situación que se consolidó definitivamente a partir de 1965 (University of California-Berkeley, 1965-67, University of Wisconsin-Madison, 1967-70, University of California-San Diego, 1970-88). Diego Catalán no volvió a regentar una cátedra en España hasta 1981, en la Universidad Autónoma de Madrid, de la que se jubiló en 1998. Sólo después de la muerte de Franco, en 1976, consideró la posibilidad de regresar a España y, tras el intento infructuoso de suceder a Rafael Lapesa en su cátedra de la Universidad Complutense en 1979, se incorporó a la Universidad Autónoma de Madrid.

Para aquel entonces, 1981, Diego Catalán contaba con el total reconocimiento del establishment académico norteamericano, que, a diferencia del español, siempre reconoció la excelencia de su trabajo y apoyó sus investigaciones: había sido elegido miembro correspondiente de la Hispanic Society of America (1968), de la Medieval Academy of America (1976) y de la American Academy of Arts and Sciencies (1978), honor que entonces sólo había merecido otro español, José Antonio Maravall. Había organizado y dirigido dos centros de investigación, el Center for Iberian and Latin American Studies (o CILAS) de la Universidad de California (1976-81) y la Cátedra- Seminario Menéndez Pidal de la Universidad Complutense de Madrid (1965-81), como Director de Investigaciones.

Pero el hecho de que Diego Catalán formase parte de la plantilla de esas prestigiosas universidades norteamericanas nunca implicó que se desligase de los proyectos de investigación procedentes del desmantelado Centro de Estudios Históricos ni de la pálida continuación institucional con que el régimen de Franco quiso apoyar la prolongación de las investigaciones de Menéndez Pidal, una vez retirado a su casa del Olivar de Chamartín tras la guerra. Primero como Seminario Menéndez Pidal (1954-1965), luego como Cátedra-Seminario Menéndez Pidal (1965-1981) y, finalmente, tras la reincorporación de Catalán a la universidad española, como Instituto Universitario Interfacultativo “Seminario Menéndez Pidal” de la Universidad Complutense de Madrid (desde 1981 hasta el presente), ese centro investigador sólo consiguió sobrevivir a lo largo de los años gracias al trabajo constante y generoso, en Madrid, de su Director, Rafael Lapesa.

La continuación del legado familiar: la obra de Menéndez Pidal y el Archivo del Romancero

En el ánimo y en el empeño de Diego Catalán pesaba, por un lado, su estrecha vinculación con el proyecto de investigación familiar, el “Archivo del Romancero”, que juzgaba necesario conservar, catalogar y publicar; por otro, desde la muerte de Menéndez Pidal en 1968 ese deseo se veía reforzado por una manda testamentaria de don Ramón que le dejaba sus trabajos “en preparación y estudio, sobre los que viene trabajando el Seminario Menéndez Pidal” (2001a: 387-8).

El “Archivo del Romancero”, que comenzó a constituir Menéndez Pidal junto a su mujer, María Goyri, depositado en la antigua casa familiar del Olivar de Chamartín y que Catalán recibió como legado de su abuelo en 1968, es hoy el fondo universal más completo de esa literatura de transmisión oral. Comprende tanto el romancero antiguo (documentado en los siglos XV-XVII) como el que se ha desarrollado como género autónomo en los últimos siglos y se documenta desde el siglo XIX hasta el momento actual. En el Archivo se conservan versiones escritas recolectadas desde el siglo XIX y versiones sonoras recogidas a finales del siglo XX, procedentes de todas las áreas romances hispánicas (gallego y portugués, castellano, catalán, judeo-español) y recolectados por miembros de la familia Menéndez Pidal / Goyri / Catalán y por multitud de colaboradores externos e internos, que han donado copias al “Archivo” a lo largo de más de un siglo de historia.

Durante cuarenta años, Diego Catalán luchó para que esa “estructura” –articulada en torno al organismo Seminario Menéndez Pidal y a la Fundación Menéndez Pidal- asegurara la preservación integral del legado recibido y su divulgación en forma impresa, objetivos que desgraciadamente sólo pudo ver parcialmente cumplidos antes de desaparecer. Sus esfuerzos no obtuvieron la recompensa de ver la institucionalización de los Archivos ni de la Biblioteca de Menéndez Pidal en un centro de investigación de carácter estatal o mixto que tuviera su sede en la casa del Olivar de Chamartín.

                                             

Pero lo conseguido gracias a su iniciativa y trabajo personal en el terreno de los resultados científicos es, sencillamente, asombroso, y ello en varias facetas de su actividad. En primer lugar, como editor de las obras de su abuelo. Diego Catalán dedicó gran parte de su tiempo personal a la labor editorial de los textos de su propio abuelo, en una muestra de generosidad de la que sólo hallo parangón en Rafael Lapesa, editor y co-autor de la Crestomatía del español medieval(1965-66) y redactor del Glosario del primitivo léxico iberorrománico (2003) proyectados por Menéndez Pidal. Gracias a esa tarea, contamos con la cuidada edición de muchos textos de Menéndez Pidal: la tercera edición ampliada de la Leyenda de los Infantes de Lara (1971), la segunda edición de Reliquias de la poesía épica españolaAcompañadas de Epopeya y Romancero I (1980), la reedición de Los españoles en la historia, a la que añadió un prólogo memorable (1982), y la primera de dos libros inconclusos: La épica medieval española. Empleó también esa labor editorial en una miscelánea de Estudios sobre literatura española aljamiado-morisca (2004) de su fallecido primo, amigo y co-autor de investigaciones juveniles Álvaro Galmés de Fuentes. Aparte de este trabajo editorial “creativo”, Diego también supervisó y revisó la reedición de colecciones misceláneas de Menéndez Pidal: Estudios sobre el romancero (1973), Textos medievales españoles. Ediciones críticas y estudios (1976) y la Antología de prosistas castellanos (1992).

En segundo lugar, como recolector de romances, a título individual (1946-50), y como director de campañas de encuesta (1957-60, 1977-85), Diego Catalán contribuyó de forma decisiva a incrementar el “Archivo del romancero Menéndez Pidal / Goyri” con millares de versiones recogidas en su época juvenil junto a Álvaro Galmés y en campañas de encuesta organizadas junto al equipo de investigación que articuló en torno a profesores españoles, Jesús Antonio Cid, Flor Salazar y Ana Valenciano, y norteamericanos, entre los que destacan Suzanne Petersen, Beatriz Mariscal, Aurelio González y Teresa Catarella. En algunas de las encuestas de esos años también participaron otros profesores y estudiantes españoles y extranjeros. Han sido parte de esta escuela creada por Catalán (por orden alfabético) Vanda Anastácio, Koldo Biguri, Raquel Calvo, Luis Casado, Mariano de la Campa, Michelle Dèbax, José Joaquim Dias Marques, Pere Ferré, Bárbara Fernández, José Luis Forneiro, Regino García-Badell, Jon Juaristi, Kathleen Lamb, Francisco Mendoza, Robert Nelson, Margarita Pazmany, Ana Pelegrín, Etienne Phipps, Joanne B. Purcell, Salvador Rebés, Sandra Robertson, Francisco Romero, Maximiano Trapero, Joseph Snow, Ana Vian, Jane Yokoyama y varios otros. Lo recolectado en los años setenta y ochenta fue grabado por entonces en cinta magnética y denominado “Archivo Sonoro del Romancero” (ASOR). Años después, Diego Catalán lo rebautizó con el nombre de “Archivo Sonoro del Romancero Débora Catalán”, en recuerdo de su hija, trágicamente fallecida en enero de 2002, la única de sus hijos que se interesó por temas romancísticos y colaboró con su padre. Los más de 18.000 documentos sonoros, junto a los más de 25.000 documentos de versiones recogidas en forma escrita revelan claramente que el “Archivo del Romancero” duplicó, al menos, la documentación recibida en 1968.

En tercer lugar, como editor de los materiales del “Archivo del Romancero”. Todavía en vida de Menéndez Pidal, en 1948-49, 1950-51, 1961-62, Diego Catalán participó en la reelaboración de los estudios sobre romances de tema histórico de Menéndez Pidal (los ciclos del rey Rodrigo, Bernardo del Carpio, Infantes de Lara y Condes de Castilla), y de ese trabajo resultó la publicación de los dos primeros tomos de la colección “Romancero Tradicional de las Lenguas Hispánicas”, I, 1957, Romanceros del Rey Rodrigo y de Bernardo del Carpio, y II, 1963, Romanceros de los Condes de Castilla y de los Infantes de Lara. La colección se enriqueció tras la muerte de Pidal con la publicación de otros diez volúmenes, entre 1969 y 1985, que, como los primeros, son producto del empuje o del trabajo colectivo de Diego con diversos miembros de los equipos de investigación que formó. De la serie contaron con la participación directa de Catalán los volúmenes dedicados a los romances de tema odiseico, III-V (1969-72), Gerineldo, VI-VIII (1975- 76), y La dama y el pastor, X-XI (1977-78). En 1969, la publicación del romancero de las Islas Canarias compilado por Diego Catalán anticipó otra forma de publicar los riquísimos materiales antiguos y modernos del “Archivo” que años más tarde se revelaría fecunda, los romanceros regionales. La incansable iniciativa de Catalán impulsó, así, que se elaboraran y publicaran en el Seminario Menéndez Pidal colecciones y antologías de romances judeo-españoles (entre 1977 y 1982), de Castilla-León (1982), Asturias (1986, 1997, 1999, 2004), León (1991), Segovia (1994), Extremadura (1995) y Galicia (1998) y, además, del romancero vulgar (1999).

“Querido abuelo: me vuelve a gustar la historia aunque haya tantas burradas en el hombre, ¡es tan malo! El romano que más me gusta es Trajano, yo creo que por haberlo leído en Pijoan. Si le ves otra vez dile que me gustó mucho su libro”

En cuarto lugar, Diego Catalán apoyó o puso en marcha diversas publicaciones destinadas a la catalogación de los fondos del “Archivo del Romancero”: por una parte, el catálogo del romancero sefardí (1978), elaborado por su gran amigo Samuel G. Armistead, profesor de la Universidad de California-Davis, con el que inició la serie de publicaciones dedicadas al romancero judeo-español, tarea en que no debe olvidarse mencionar la colaboración de Joseph H. Silverman; por otra, el catálogo de los romances de tema nacional (1998). Además, junto a su equipo romancístico, creó el Índice General Ejemplificado del Romancero (IGER) (1981-88), catálogo de los 1369 temas básicos documentados en cualquier rama de la tradición pan-hispánica y que ha servido (y sirve) de referencia para todos los especialistas en el tema.

El libro El Archivo del Romancero, Patrimonio de la Humanidad −Historia documentada de un siglo de historia− (2001a) fue concebido por Diego Catalán como la forma de presentar ordenada y documentada la larga, difícil y trabajosa historia de ese proyecto con el fin de que fuese valorado en su justa medida. Considerado con la perspectiva de cuarenta años de trabajo constante (de 1968 a 2008), bien puede juzgarse que Diego Catalán, a pesar de que no consiguió en vida que las diversas autoridades académicas, culturales y políticas del país reconocieran institucionalmente el valor universal del proyecto de investigación familiar que le tocó continuar, cumplió con creces la misión encomendada por su abuelo en su testamento. Pero lo más notable es que lo heredado no fue mantenido en formol, sino que fue integrado como punto de partida de nuevos proyectos impulsados por Catalán, que, sin romper con el pasado, lograron obtener para los datos (antiguos y nuevos) y para el campo de investigación perspectivas teóricas completamente nuevas y mantener la total vigencia de su interés.

A este propósito Diego Catalán contribuyó a generalizar y desarrollar la concepción del romancero tradicional moderno como un género literario autónomo, con su propia poética y valor literario. Influido por los trabajos de Paul Bénichou y de Giuseppe DiStefano, Catalán se distanció de la concepción arqueológica heredada de su abuelo que veía el interés fundamental del romancero en ser poesía transmitida de tiempos pasados y que, como tal, interesaba fundamentalmente por ser testimonio actual de antiguos hechos históricos o literarios. Así, definió la poética del género como una estructura tradicional abierta, frente a otras modalidades de literatura de transmisión oral, y desarrolló en colaboración con su equipo romancístico un modelo dinámico de análisis de cada romance, estructurado en torno a tres niveles de penetración (fábula, intriga y discurso), que se teoriza y pone en práctica en el Catálogo general del romancero pan-hispánico (1982-1984) aplicado a 80 temas del romancero histórico-nacional.

La historia de la lengua española y la dialectología íbero-romance

También en el terreno de la historia de la lengua y la dialectología Diego Catalán realizó aportaciones de primer nivel en sus primeros veinticinco años como investigador. Se pueden organizar en torno a dos ejes: por un lado, la historia de la lingüística íbero- románica; por otro, la fonética y fonología diacrónicas íbero-romances, con alguna incursión en el terreno del léxico y la toponimia. Su propuesta de división del asturiano occidental en cuatro zonas, a partir de los sistemas consonánticos, ha sido generalmente aceptada. No menos relevantes son sus estudios sobre el origen de la fonética moderna del español. Propuso la división del español en dos grandes normas, la atlántica, que agrupa la Andalucía occidental, Canarias y América, y la peninsular, y escribió, a raíz de su estancia en Universidad de La Laguna, el mejor panorama de conjunto sobre el español de las Islas Canarias, contribuyó al estudio del nacimiento de los sistemas fonológicos modernos (la pérdida del fonema /z/ y el origen del çezeo) en lo que hoy son artículos “clásicos” de la historia de la lengua española. A Catalán debemos también la defensa científica y pública del ALPI, voz a la que solamente se unió la de su director, Tomás Navarro Tomás, en una época en que las circunstancias “aconsejaban” no pronunciarse a favor de un atlas cuya existencia inédita resultaba problemática para los dialectólogos establecidos entonces en el poder académico. Diego Catalán escribió también un libro esencial para la historia de la filología española del siglo pasado: Lingüística íbero-románica (1974), en el que se hace una valoración crítica de los estudios sobre todas las lenguas romances peninsulares hasta 1970. Ya en época juvenil, en calidad de memoria de su cátedra, había escrito La escuela filológica española y su concepción del lenguaje (1955), como forma de situar en la historia de la lingüística las ideas y aportaciones producidas en la escuela de Menéndez Pidal.

A partir de 1975 Diego Catalán cesó de cultivar la lingüística (y por cierto tiempo también la historiografía) para dedicarse, por más de un decenio, al romancero. La concesión de grandes proyectos de investigación en Estados Unidos y la fundación y dirección del CILAS de la Universidad de California, en vinculación con su actividad en el campo de los estudios romancísticos, creo que determinó su abandono, quizá en principio temporal, de la disciplina. Pero, a diferencia de la historiografía, que relanzó en cuanto los grandes proyectos se extinguieron a mediados de los años 80 y Diego regresó a la universidad española, la lingüística fue definitivamente abandonada.

La historiografía medieval hispánica

En realidad, creo que no es desacertado afirmar que la historiografía es el campo de investigación cultivado por Diego Catalán en que menos contó la herencia recibida de Menéndez Pidal y en el que sobresale el carácter pionero e innovador de su trabajo que, por lo general, se realizó en solitario. A diferencia de Pidal, que estudió las crónicas medievales de forma subordinada a su valor testimonial para el conocimiento de la poesía tradicional, Catalán les prestó atención por sí mismas, como textos dignos de ser investigados como construcciones literarias que responden al entorno socio-político y cultural del que surgen. El papel central que la historiografía ha alcanzado últimamente dentro de la historia de nuestra literatura medieval se debe, en gran medida, a sus trabajos. En general, toda su investigación parte del principio de no confundir texto con testimonio, principio que sus trabajos han contribuido a difundir de forma modélica. Así pudo desenmarañar tradiciones textuales complejísimas que le permitieron demostrar qué y qué no pertenecía a ciertas obras ya conocidas, al tiempo que identificaba otras hasta entonces desconocidas. Hay que valorar también su labor editorial, ya que gracias a Catalán se publicaron no pocas obras historiográficas medievales en la colección del Seminario Menéndez Pidal por él impulsada, “Fuentes cronísticas de la Historia de España”.

Los trabajos de Diego Catalán en el ámbito historiográfico pueden clasificarse en tres grandes campos: la historiografía escrita en torno a Alfonso XI, la historiografía relacionada con la Estoria de España de Alfonso X el Sabio, desde sus fuentes latinas hasta sus más tardías derivaciones medievales, y la historiografía vinculada a Rodrigo Jiménez de Rada. En todos ellos las aportaciones de Catalán parten del conocimiento directo de los numerosísimos manuscritos para construir una interpretación histórica y literaria de los textos estudiados. En su tesis (1951, 1955) y luego en La tradición manuscrita de la ‘Crónica de Alfonso XI’ (1974) pudo probar la existencia de dos versiones de la Crónica de Alfonso XI, la primera o Crónica de Alfonso XI, que fechó hacia 1344 y una refundida posteriormente, la Gran crónica de Alfonso XI, que editó (1977) y que pudo fechar a finales del siglo XIV. Gracias a Catalán conocemos la existencia de varias ramas textuales de la Crónica de Alfonso XI: la integrada dentro de la Crónica de cuatro reyes (Alfonso X, Sancho IV, Fernando IV y Alfonso XI), la vulgata, sobre la que partió la refundición de la Gran crónica, y aún otras posteriores fechadas en 1415 y 1489.

El interés de Diego Catalán por la Estoria de España de Alfonso X el Sabio nació de la lectura y reseña crítica (1959-60) de la edición de la Crónica geral de Espahna de 1344 de Luís Filipe Lindley Cintra (1951-54). A partir de ese estudio de Cintra, que revisaba en gran medida las conclusiones de Menéndez Pidal sobre las varias crónicas generales de España, Catalán inició una línea de investigación que lo acompañó hasta el final de su vida. El primero de ellos fue el carácter facticio del segundo de los manuscritos que Menéndez Pidal había utilizado como base de la edición de la Primera Crónica General, E2 (Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial, X-I-4), en el cual se habían empalmado, a mediados del siglo XIV, el texto original alfonsí con una Versión amplificada de 1289, de época de Sancho IV, y con otros textos posteriores del siglo XIV, como la Crónica particular de San Fernando, que definió e identificó. El hallazgo, publicado en el libro De Alfonso X al conde de Barcelos (1962), supuso desligar la edición pidalina de la Primera crónica del texto genuino de la Estoria de España alfonsí, conservado en otros códices. A Catalán debemos asimismo la identificación y reconstrucción precisa, códice a códice, de las varias versiones de la Estoria de España, la concisa o primitiva, la crítica y la amplificada, y el estudio de los procedimientos que se siguieron para componerlas en el taller historiográfico alfonsí. Ese trabajo de décadas culminó con la publicación de De la silva textual al taller historiográfico alfonsí (1997), que expone pormenorizadamente toda la tradición textual de la Estoria de España, desde el origen compositivo hasta la recepción de la obra en los dos siglos posteriores. A partir de su conocimiento de esas versiones, Catalán pudo identificar y realizar estudios detenidos de muchas obras derivadas, como la Crónica abreviada de don Juan Manuel, la Crónica fragmentaria o las Estorias del fecho de los godos del siglo XV. Las conclusiones alcanzadas se recogen en La Estoria de España de Alfonso X. Creación y evolución (1992) que dedicó a Cintra.

“Una motocicleta con guardias civiles tomaba “la centralita” telefónica de San Rafael y, dejando los primeros muertos en el suelo, se volvía para Segovia. Miguel buscó al sepulturero en El Espinar, y en la casa de su suegro, en Las Fuentecillas de San Rafael, fue concentrando mujeres e hijos de conocidos que se habían quedado en Madrid”

Fue, de hecho, a partir del estudio de Cintra cómo Catalán se sumergió en el océano historiográfico alfonsí y es por ello que ya en el libro de 1962 se realizan aportaciones de primer nivel para la historiografía portuguesa, en especial, en lo relativo a las fuentes manejadas por Pedro Afonso de Barcelos en la composición de la Crónica geral de 1344. Entonces Catalán pudo probar la existencia y utilización de una perdida Crónica portuguesa de España y Portugal, que situó elaborada hacia 1340 en Portugal; asimismo estudió y descartó el entronque de la Versión gallego-portuguesa de la Estoria de España empleada por Barcelos con los códices de la misma conservados (con precisiones en 1992); y, finalmente, demostró el conocimiento de una versión refundida del Liber regum, caracterizada por haber interpolado la Leyenda de Bamba labrador y la materia de Bretaña a través del Brut de Wace, versión que bautizó Libro de las generaciones, localizó en Navarra y dató hacia 1260. Como complemento de enorme relevancia a estos hallazgos, Catalán editó, en colaboración con María Soledad de Andrés, la Crónica de 1344 (1970), en la parte inicial del texto, con el Libro de las generaciones, y, más tarde, otra de las fuentes de la Crónica de 1344, la Crónica de Rasis o al-Razi (1974), que acompañó de un estudio memorable sobre la historia pre-islámica de España en las fuentes hispano-árabes de las que bebía al-Razi.

El digno colofón de toda una vida dedicada al estudio de la historiografía medieval lo pone el libro monumental “Rodericus” romanzado en los reinos de Aragón, Castilla y Navarra, que Diego Catalán terminó tras la jubilación (2005) en colaboración con Enrique Jerez. Entre las aportaciones del libro, debe destacarse, por su radical novedad, que Catalán pudo probar que la primera versión romance de De rebus fue la Estoria de los godos, elaborada hacia 1252-53 en el entorno de los señores de Albarracín, los Azagra, en conexión con el arzobispado de Toledo. No menos importante es que esa Estoria fue la base de gran parte de la historiografía navarra y aragonesa posterior: la Crónica de 1305, la Crònica real de Pedro IV (o Crónica de San Juan de la Peña), de la que fija y data las tres versiones consecutivas, y de las Canónicas de García de Euguí. Por último, es necesario subrayar que el estudio contextualizado de los textos historiográficos condujo a Diego Catalán a una profunda revisión del estado de la cuestión heredado en torno a la épica española. Consciente de que los historiadores alteran sus fuentes de acuerdo con sus intereses y mentalidad, y conocedor como pocos del “lenguaje” de la literatura de transmisión oral, Diego estudió en La épica española. Nueva documentación y nueva evaluación (2000) el testimonio indirecto que sobre la épica española aportan las fuentes historiográficas, latinas y romances, para juzgar, con resultados asombrosos, qué puede estimarse de origen poético o no en ellas. Una de las grandes novedades de este libro es la superación de un viejo prejuicio de la escuela pidalina: el de creer en el valor “histórico” de la epopeya o de los relatos cronísticos. Si algo nos enseña Diego Catalán es que el valor “histórico” que debemos conceder a esos testimonios no es otro del que tienen como construcciones literarias al servicio de intereses o preocupaciones de personajes o grupos sociales.

Un investigador sin parigual

Parece imposible que tal cantidad de publicaciones de tan altísima calidad hayan podido ser acometidas por una sola persona, y que esa persona al mismo tiempo viviera a caballo de dos continentes y dirigiera simultáneamente dos centros de investigación. La vitalidad, la energía y la capacidad de trabajo de Diego Catalán nunca tuvieron límites y no disminuyeron en lo más mínimo hasta el final de su vida. Llenos de datos, de documentación que sustenta lo afirmado y nos conduce, paso a paso, tras los razonamientos del autor, en una estructura siempre cuidadosamente ordenada y rotulada, carentes de retórica hueca, atiborrados de notas sustanciosas con información suplementaria, adicionados con índices de consulta por varios criterios que él mismo componía manualmente, no son los estudios de Catalán fáciles de leer para el lector que no esté presto a estudiar.

Estos sólidos monumentos filológicos se componían a ratos, de forma discontinua, tanto en el tiempo como en el espacio, y en circunstancias que a cualquier otro le impedirían la más mínima concentración. Dejo aquí paso a las palabras que escribió Jesús Antonio Cid sobre Diego que describen de forma inigualable tal como le veíamos trabajar: “Don Diego trabaja y escribe en medio de agobios, de burocracias, de reuniones simultáneas con personas y sobre asuntos a cuál más heterogéneo, de tesis doctorales; y hasta de discusiones alargadas hasta el infinito sobre cine, sobre economía, política hidráulica o lo que sea, terciadas con el primero que llega y tiene a bien hacer cualquier comentario. A Diego Catalán no se le ha conocido nunca un despacho estable ni una simple mesa fija donde trabajar y dejar unos papeles para el día siguiente. Todas las mesas de la casa de Chamartín pueden ser en algún momento la mesa de don Diego, pero don Diego no tiene mesa propia. Su ciencia viaja en carteras, unas carteras inmensas, llenas de divisiones y carpetas, de donde salen libros, separatas, informes y folios. Los folios, a veces, con una sola y misma frase o un párrafo a medias, empezado en cuatro o cinco momentos y lugares distintos. Y sin embargo, el manuscrito original del trabajo ya terminado, no se sabe cuándo y con una caligrafía perfecta de puro legible, podría ir a la imprenta sin necesidad de copia a máquina. No será así, porque luego vendrán correcciones de segundo o quinto grado que dejen irreconocible ese original. Los estudios de don Diego una vez impresos no se resienten de las interrupciones o ritmos distintos en su elaboración, ni reflejan en una sola oración lo que a los demás nos parecía un caos creativo de zurcido insoluble. Muy al contrario, parece que el resultado final se beneficia de ese proceso de elaboración a ráfagas, que los puntos de vista se enriquecen, y que hasta la precisión conceptual y el equilibrio estilístico son mayores que los que habría producido una escritura más sosegada”.

“En aquellos años de posguerra, era, ciertamente, aventura la búsqueda de romances por las aldeas y pueblos de España. A las dificultades que los encuestadores de principios del siglo XX frecuentemente comentaban como pruebas de su abnegada dedicación al oficio, se añadían algunas otras que muy pronto experimentaríamos en el curso de aquella excursión”

La autoexigencia y la curiosidad infinita que preside toda la actividad de Diego Catalán explican que todo su trabajo estuviera sometido a una autocrítica continua, con redacciones varias según pasaban los años, y que fuera capaz de remover los cimientos de tantos campos de investigación. Esa búsqueda de la verdad subyace al ejercicio crítico del trabajo ajeno pero, también y sobre todo, del propio. Ya he dicho que fue en una reseña crítica, publicada en 1959-60, de los dos primeros volúmenes de la Crónica general de 1344 de Luís F. Lindley Cintra (1951-54), cómo se gestó De Alfonso X al conde de Barcelos (1962), libro que supuso el punto de partida de una revolución copernicana para la historiografía medieval derivada de la Estoria de España de Alfonso X. Diego mismo desmontó, veintitrés años después de presentarla, las conclusiones de su tesis sobre la Gran crónica de Alfonso XI (1951, 1955), texto que entonces había datado como anterior a la Crónica. La aparición de un nuevo manuscrito en los años sesenta le condujo a demostrar, en su libro La transmisión manuscrita de la Crónica de Alfonso XI (1974), que la relación era exactamente la inversa de lo por él antes supuesto. Ejemplo de ese perfeccionismo es la larga gestación de muchos trabajos, a veces diferida en décadas hasta alcanzar el estado por él deseado. En 1991, la necesidad de escribir el capítulo sobre la épica para una frustrada Historia de la literatura española le condujo, “dada la dificultad de escribir con el corsé que suponía tal proyecto… [a] hacer primero, como borrador…, un libro aparte”. El libro, quizá el mejor escrito de todos los suyos, vio finalmente la luz en 2000, bajo el título La épica española, y en él se reúnen todos los conocimientos adquiridos a lo largo de más de cincuenta años de investigación sobre la transmisión de dos tipos de textos: la historiografía y la poesía tradicional oral. Este imperante deseo de alcanzar siempre el estado más avanzado y perfectible en la investigación de las cosas explica también que las diversas colecciones que recogieron sus artículos previos (en lingüística, historiografía o romancero) estén siempre revisadas por el autor, en la redacción y en muchos aspectos de contenido, con lo que, a menudo, se convierten en trabajos parcialmente nuevos: así sucede, por ejemplo, en La Estoria de España. Creación y evolución (1992) o en El Cid en la historia y sus inventores (2002).

No puede sino dejarnos boquiabiertos que esa potencia creativa y esa disposición hercúlea hacia el trabajo no palidecieran en nada al final de su vida. Es más, fue precisamente en los años que siguieron a su jubilación en 1998 cuando Diego Catalán pudo dedicarse en cuerpo y alma a trabajos de envergadura colosal y que resulta difícil imaginar que hayan sido escritos por una persona en la década de sus setenta años. Fue justo entonces cuando terminó o escribió algunos de sus libros fundamentales como La épica española (2000), El Archivo del Romancero (2001), “Rodericus” romanzado (2005) y el libro en prensa La enigmática carta del embajador (2008), volúmenes cualquiera de ellos que, aun aisladamente, nos requerirían a muchos una vida entera de dedicación.

La capacidad de renovación ante las nuevas realidades hizo que Diego Catalán fuera también pionero en aplicar la informática al estudio de las humanidades, en concreto, al análisis y a la edición del romancero en los años setenta, en colaboración son Suzanne Petersen, o que decidiera aprender informática con 75 años. Internet le parecía una herramienta prodigiosa que hacía posible la existencia de una cultura libre de las trabas impuestas a los productos culturales en tanto que bienes comerciales y mercantilizables. Esa visión de futuro también es perceptible en que algunos de sus libros y artículos fueron publicados antes en inglés (“Ibero-romance”, 1972 / Lingüística íbero-románica, 1974) o en edición bilingüe (Catálogo general del romancero pan-hispánico, / The Pan-Hispanic Ballad. General Descriptive Catalogue, 1982-88).

Pero no es sólo su sabiduría lo que explica esa capacidad de “movilización” de investigadores. Diego Catalán poseía una personalidad carismática, que le hacía centro de las reuniones y de las conversaciones. Fuera en la casa del Olivar de Chamartín hablando de un tema erudito, fuera en la mesa de un restaurante conversando de política, Diego “desordenaba el aire” allí donde estaba. Generoso con sus alumnos, igual que lo fue con sus maestros Menéndez Pidal y Lapesa (al que organizó dos homenajes), siempre dispuso de tiempo para atendernos.

“Por los años en que el Romancero dormitaba en sus cajones de Chamartín, empecé yo mi carrera universitaria (1944). Las secuelas de la emigración de buena parte de la intelectualidad universitaria republicana, de las depuraciones y del arribismo, eran patentes. En los primeros años de Universidad sólo un par de profesores me proporcionaron algunos conocimientos de interés […] En medio de la decepción de los que podía recibir en los cursos universitarios comencé, por invitación de mi abuelo, Ramón Menéndez Pidal, a manejar en casa, junto a materiales de interés lingüístico, otros pertenecientes a su archivo sobre el Romancero”.

Con su estatura de dios heleno y su barba de Poseidón, Diego Catalán poco tenía que ver en presencia física ni actitud con otros docentes de su tiempo: se sentaba informalmente encima de la mesa profesoral, sin ocultarse detrás de ella, y sonreía continuamente mientras explicaba. Alto, altísimo para su generación, porte sin duda que heredó de su padre Miguel Catalán, Diego exhibía desde muy joven una poblada y larga barba en una venerable cabeza que a tantos recuerda la de su abuelo. Como buen higienista, dormía con la ventana abierta en pleno invierno y se duchaba con agua fría, circunstancias que se comentaban con admiración y sobrecogimiento. Nunca le vi abrigado como el resto de los mortales. Iba siempre, de forma literal, a pecho descubierto, todo lo más con un simple jersey, sin bufanda, abrigos o similar. Esa actitud vital y esa fortaleza física fueron sin duda heredadas de su padre.

Poseedor de conocimientos profundos en diversas disciplinas, crítica textual y herramientas filológicas, crítica literaria, lingüística e historia, Diego Catalán supo combinarlas para levantar edificios con resistencia sísmica, tal es la multiplicidad y firmeza de sus cimientos. Cuando sus conocimientos se aplican de forma transversal a varias disciplinas, la perspectiva plural produce hallazgos deslumbrantes y suele haber un denominador común: la Historia. Diego fue, ante todo, un historiador de textos, que supo descifrarlos magistralmente con las herramientas de la Filología y de la Historia, y que, al tiempo, supo extraer de ellos su valor como testimonios (de mentalidades, situaciones, hechos o individuos) históricos. En el prólogo de su último libro, La enigmática carta del embajador, 28 de mayo / 6 de junio de 1562, aún inédito, como si intuyera que este podría ser su testamento intelectual, habla con franqueza inusitada de su trabajo y confiesa: “Me considero un Filólogo… con inclinación a la Historia”; “No soy un “Historiador”, ni intento serlo, porque (y hablo ahora en términos generales) no creo en la existencia de realidades “objetivas”, reconstruibles a partir de lo documentado. Lo que “fue” no está constituido por “hechos” que sean, de por sí, significativos. El “significado” se lo dan los relatos en que los detalles documentados vienen a ser integrados. Y es preciso tener bien presente que todo relato es una narración, una ordenación creada por alguien y para algo. El caos de los hechos que se dieron en un determinado espacio temporal requiere la criba y la articulación de una mente interpretativa y expositiva para que cobre sentido”.

“Las amargas lecciones de estos últimos años me han convencido de que, si quiero alcanzar los objetivos esenciales, debo apoyarme sobre las bases firmes con que cuento y nunca arriesgar lo cierto por lo dudoso. Mi propósito fundamental debe ser lograr establecer una estructura que haga posible convertir en letra impresa, perdurable, los documentos y trabajos más importantes de la herencia intelectual de Ramón Menéndez Pidal en un plazo relativamente breve y con el debido rigor filológico”.

Gracias a su mente interpretativa y expositiva de Historiador, nos ha legado una obra inmensa, única por su originalidad y de valor incalculable para la historia de la lengua, la literatura y la cultura españolas, que por sí misma merece un puesto de honor equiparable al de sus maestros Ramón Menéndez Pidal y Rafael Lapesa.

Inés Fernández-Ordóñez
Un Filólogo… con inclinación a la Historia.
Memoria de Diego Catalán Menéndez-Pidal (1928-2008)